Esta historia forma parte de los relatos de conservación que surgen de la comunidad a partir del proyecto Bosques de Vida implementado en área rural de Tame, Arauca.
ras esos pasos firmes que ya han subido dos veces la montaña en el mismo día, Elías Gómez señala los primeros lirios que emergen de la tierra en medio de la sabana araucana bordeada por la cordillera oriental. Se detiene a contemplarlos y no importa que la temperatura sea de 32 °C, su especial atención no se debe tanto a que sean las únicas que florecen ante el implacable sol, sino a que en ellas tiene la respuesta del tiempo futuro.
– Va a llover, afirma.
Los lirios se han vuelto un oráculo confiable desde que el clima perdió la razón, cuando la flor brota significa que el invierno se aproxima. Debe valerse de estas señales para saber qué épocas qué avecinan. ¿Vendrá el agua? Hace cinco meses que no llueve.
Los más de sesenta y seis años que tiene los ha pasado viviendo en la inmensidad de esta finca, hoy llamada Miralindo, ubicada en Tame, Arauca. La conoce a la perfección, su edad es razón suficiente para creer en la agudeza de los sentidos, porque este lugar no es un nuevo en la mente de los llaneros. Actualmente Don Elías hace parte de Bosques de Vida, un enorme proyecto labrado con trabajo y esfuerzos conjuntos con La Palmita, que recibe también el apoyo económico del Programa Colombia Sostenible liderado por el Fondo Colombia en Paz para su implementación.
UN VIAJE POR LA HISTORIA
Los linderos de hoy son una porción minoritaria de lo que llegó a ser un día: el más grande eje del desarrollo agrícola y ganadero del oriente, además de la cuna de los primeros llaneros araucanos. Aquí como quien busca y encuentra a América, primero llegaron los indios y luego los curas. Colombia todavía no era Colombia sino una amalgama de territorios conquistados a la fuerza y los llanos una combinación de selvas exuberantes y sabanas misteriosas.
Para estas épocas de siglo XVII la Compañía de Jesús, más conocida como los Jesuitas, llega a Tame en 1659 y solicita a la Corona la adjudicación de las tierras entre el Río Casanare y la quebrada Puna-Puna. Allí fundaron Caribabare, que en lengua tunebo traduce ‘fortaleza y escuela’. Lugar donde miles de indígenas Achaguas, Salivas, Giraras y Tunebos a fuerza de credo y domino levantaron un imperio que por 108 años impuso sus costumbres y tradición.
Con el tiempo, los propios indios araucanos y la población negra, mulata y cimarrona colonizada, aprendieron los oficios de la vaquería y pasaron de construir largos kilómetros de corrales en piedra y haciendas enteras con capillas, aulas escolares, despensas, cocinas comedores y dormitorios, a hacerse mayordomos, labradores, ordeñadores, albañiles e hiladores; y bajo esta conducción convirtieron la región en una zona capaz de abastecer gran parte del Nuevo Reino de Granada.
La Hacienda Caribabare fue creciendo exponencialmente, ensanchando linderos con nuevas adjudicaciones y compras, llegó a tener una frontera de 240.000 hectáreas a lado y lado del río Casanare; por eso cuando Elías Gómez habla del agua que tuvo esta tierra no es difícil llegar a la conclusión de que semejante civilización habría sido imposible en una tierra seca.
Sin embargo, no era la fortuna líquida la que haría de Caribabare una leyenda. En el momento mismo en que los Jesuitas por orden real, debieron entregar al reino todo el patrimonio que habían amasado, la riqueza no pudo cuantificarse porque los bienes quedaron ocultos.
El oro y la pedrería quedaron enterrados en algún lugar incógnito bajo el lecho del agua o la tierra de la hacienda, dando origen a la leyenda del tesoro de Caribabare.
En voz baja, como es su tono de costumbre, Don Elías cree que el cauce del río fue desviado para borrar cualquier rastro, repite lo mismo que su padre Laureano le dijo en su juventud. Laureano Gómez, padre de Elías Gómez, fue un hombre a quien la fortuna lo amparó un par de veces. La primera vez, cuando llamarse como el caudillo conservador, le salvó de morir a manos del ejército que lo confundió con un liberal la segunda vez, cuando una serie de sucesos ocurrieran y doscientos años después, lo pusieran al frente de La Hacienda.
CARIBABARE EN MANOS DE LOS GÓMEZ
Una vez los jesuitas se fueron de los llanos, lo dejado se repartió entre nuevos colonos, los indios abandonaron los hatos, la llanura se despobló, la ganadería se vino a pique y la vida volvió a su estado de naturaleza solitaria. Quienes quedaron, lo hicieron a la merced de luchas por ocupar esas tierras. Cuando el padre de Elías llegó a las tierras tameñas apenas siendo un niño, tras huir de Boyacá, los conflictos persistían.
Ajeno de tantas tensiones, creció y pasó a ganarse la vida arriando ganado, pasando por contrabando las reses a lomo de buey desde Tame hasta Apure en Venezuela, atravesando todas selvas del Sarare y esperando que los ríos se dejaran cruzar, cada viaje podía tardar más de un mes. Pasado el tiempo y sin saberlo, se había hecho dueño de los vestigios del lugar codiciado; quien fue su patrón toda la vida y casi su padre adoptivo, un día acosado por las deudas y la gratitud del trabajo de años, le dio a Laureano este lugar para establecerse con su esposa Elvina García y sus hijos.
Así fue como Caribabare pasó a manos de los Gómez. Mucha gente había querido fundarse allí, no por la historia, sino por el tesoro. Muchas vidas habían perecido en ese intento; una especie de condena enredaba a quienes intentaban hacerse con ella, y la primavera según recuerda Don Elías, duró hasta que perdió a su padre, producto de las mismas disputas territoriales y violencias de antaño.
Fue un dolor hondo como las aguas que juntan los ríos Tocoragua y Casanare; agudo como la vista que se necesita para poder verlos desde la parte alta de la finca. Siendo solo un niño Elías Gómez no pudo ser de aquellos que cargaron a su padre a lomo y en hamaca, por cinco horas hasta la cabecera municipal de Tame. Pero sí estuvo entre el centenar de personas que fueron a despedirlo al cementerio. Es posible que en señal de adiós algún lirio haya florecido esa noche y una tempestad bañara las montañas.
Por más de diez años con algunos hermanos, le trabajaron al cultivo del cacao hasta que el hongo mortal de la Escoba Bruja acabó con todo y puso fin a esa actividad de subsistencia. Así las cosas, Elías continuó siendo jornalero en fincas aledañas hasta que conoció a su mujer y se reencontró con el mismo oficio que había tenido su difunto padre.
Ya los viajes de ganado a Venezuela no demoraban más del mes sino 12 días. Para 1978 Elías Gómez se convirtió en esos jinetes que llevaba hasta 200 reses al otro lado del Río Arauca, ante sus ojos de viajero a caballo en la lejanía tuvo el privilegio de conocer las sabanas naturales, las lagunas y los esteros, se enamoró cada mañana de su cultura y de la tierra donde había nacido y entre más conocía más se enamoraba de Miralindo, su lugar en el mundo.
En cada ruta conduciendo el centenar de ganado lo acompañaban el sonido de las aves y fue testigo de la transformación del paisaje cuando esas melodías se fueron ausentando. La corocora y el murruco se perdieron de su vista y los gallitos de agua ya no se veían porque los esteros se extinguían ante la fiebre depredadora del progreso y el petróleo.
Con el descubrimiento de los grandes yacimientos energéticos en la región, los “musiús” volvieron aparecer en Caribabare. Este vocablo antiguo de la zona del Sarare se usa para referir a quien tenga apariencia de extranjero. Esta vez no eran españoles, sino estadounidenses, también venían tras el oro, pero el ‘oro negro’.
Había quedado claro que la extensa región ocupada por la antigua hacienda tenía grandes reservas de petróleo, así lo prueba un documento de 1939 firmado en la Notaría 5 de Bogotá, que escrituraba unas perforaciones por parte de la Richmond Petroleum Company, compañía petrolera con domicilio en Delaware EEUU, quienes reconocerían a los propietarios de las sabanas de Saparay el 4% de la producción bruta de crudo que pudiera extraerse en el área.
Algunos predios de Saparay, vereda contigua a Caribabare, habían negociado con las primeras comisiones de norteamericanos que vinieron siguiendo el rastro del tesoro. No fue la primera vez que vinieron, desde aquellos años noventa hasta la actualidad Don Elías se rehusó siempre a permitir el ingreso de estas compañías a sus dominios, conoce esta tierra como la palma de su mano y la ama como a sus propios hijos, con el mismo amor que lo amo su padre, y es porque aquí ha recibido toda la fuerza que lo tiene de pie.
Había sabido resistir el éxodo de todos sus hermanos de la finca a quienes les compró sus respectivas partes; había sobrevivido a la peste de Escoba Bruja. Había salvado su vida y la de su familia huyendo el día en que la violencia tocó a su puerta en 2001. Se había repuesto a tantas adversidades que después de todo, también resistiría la tentación de los sacos de dólares sobre la mesa.
Cuando su finca volvió a ser segura para el regreso nuevamente las empresas de hidrocarburos quisieron entrar, pero él y su esposa, una enfermera que conoció en el centro de salud de Mapoy, vereda limítrofe; sabían bien cuáles eran las consecuencias que dejaban a su paso. Después de todo las petroleras que habían logrado ingresar a otras fincas, los efectos se sintieron. Metros más adelante de donde nacen los lirios en las montañas de Miralindo, está el fósil de un caño que secó la exploración de petróleo.
“Se me fue acabando una riqueza por tener otra, eso estaba mal. Con el tiempo fue que me di cuenta, cuando empecé a sentir mucho el sol, el agua es muy poca. (…) El verano es muy bravo y son cada vez más largos.
Fueron tres caños y nacimientos de agua los que el petróleo se llevó, las perforaciones en el suelo profundizaron el agua y nada volvió a correr por ahí. Al tiempo que las sequias se prolongaron, el ganado no tuvo donde beber. Hoy el Caño Caribabare no se compara con la cantidad de agua y el caudal que un día circuló ante los ojos de la gente. Lo que estaba ocurriendo sacudió sus cimientos y le obligó a preguntarse si sería viable vivir así.
Fuente: www.lapalmita.com.co
Escrito por: Cristhian Aguirre H
Comunicador social y periodista La Palmita – Centro de Investigación
Esta historia forma parte de los relatos de conservación que surgen a partir del proyecto Bosques de Vida y su proceso comunitario.